"...Esto me dije al reiniciar el camino a casa. Me acercaba a las rejas del cementerio, cuando vi que un anciano de lento andar cargaba en las espaldas un saco repleto de naranjas, porque así las anunciaba en venta, casa por casa, en el silencio de los adoquines rotos de la calle muerta: "¿Haaay naranja dulce que quieran comprar?", era el pregón de aquel hombre del sombrero de huano y alpargatas polvorientas. La lentitud con la que andaba me hacía pensar que el anciano le temía al cercano enrejado abierto del panteón, que era triste, de tumbas con flores marchitas y veladoras parpadeantes, movidas por el viento tenue de la tarde.
Aquel vendedor ambulante al menos no llevaba a cuestas como yo la pesada carga de las ilusiones vanas. Y menos pudiera preocuparle, como a mí, la apurada lectura de los clásicos del XIX o de mediados del XX y así contar con la cultura necesaria para todo escritor de ficción. El viejo de las piernas corvas —como las de un jinete al que se le escapó el caballo que montaba— era del todo feliz viviendo en un lugar apacible, sereno, alejado del ruido de la ciudad y eso le bastaba para agradecer su paso por el mundo..."